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Resumen
Tanto como en Internet, “sexo” es una palabra común en los motores de búsqueda del rock. Su virulenta presencia en los ritmos y las letras de este género –ya sea un mensaje de tintes mediáticos y publicitarios, un serio punto de debate, una musa escogida al azar, la validación de uno o varios principios, la influencia de una actividad cotidiana, una banalidad, demanda de toda una generación o simple capricho de provocación– no dista de lo que sucede en otras corrientes nacidas de la música negra, puristas y raizales como el blues, bastardas como el funk o malformaciones genéticas como el reggaetón. Pero, siendo el rock una empresa histórica donde arte, entretenimiento, cultura, contracultura, industria discográfica, medios masivos, medios independientes y publicidad comercial, institucional y hasta política convergen de una u otra manera –en asocio, en oposición y en situaciones que van de lo contradictorio a lo paradójico–, el sexo es su apellido paterno. Algo que se lee de corrido con la mayor inherencia del caso y que no se vislumbra por separado, al igual que su segundo apellido, el materno, las drogas.
Cuando alguien llama al rock por su nombre, dice “sexo, drogas & rock’n’roll” como una sola eyaculación que, por naturaleza propia, es indivisible.