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Resumen
Que los actos jurídicos y los contratos nacen a la vida jurídica respondiendo a necesidades sociales y no solo económicas, resulta ser hoy una verdad de a puño, incuestionable. Es entonces cuando el individuo debe ejercer su autonomía de la voluntad, elevada hoy a principio constitucional1, y acercarse a otros para que mediante la conjunción de sus voluntades puedan alcanzar el objetivo de satisfacción propuesto. Desde luego, esta interrelación no está exenta de problemas y diferencias que son las que la ley, en guarda del orden social y económico, pretende cubrir a través de la descripción y regulación de los aspectos sustanciales de tales acuerdos de voluntades, lo cual hace en forma general e igualitaria para todos los asociados expidiendo codificaciones o leyes aisladas de tipo regulatorio. No obstante, ni el Estado ni la ley alcanzan a cubrir con el propósito señalado, debido a la gran cantidad y variedad de pactos que pueden ocurrírseles a los seres humanos o al menos, no puede hacerlo con la celeridad que ello ameritaría. Esta circunstancia es la que nos muestra la pertinencia de la clasificación de los contratos y actos jurídicos en general, en típicos o nominados y atípicos o innominados2, siendo los primeros aquellos que la ley regula íntegramente en sus aspectos sustanciales, y los segundos, aquellos que aún no han sido regulados y que no por ello van a dejar de responder a las necesidades que justifican su irrupción en la vida jurídica de un país. Las mismas causas justifican el averiguar cuáles son los mecanismos para su interpretación, más allá de los que están consagrados por el Código Civil.